"Sanjuanita es una experta en el arte de mamar vergas. Y yo la enseñé.
La miro arrodillada en la mazmorra, chupándosela con fundamento a un salidorro que desde el primer segundo, desde el lametón primero, desea eyacular ya pero seguir años sin correrse. La chupa, la masajea, la succiona, la retuerce grácilmente con sus manos, y el hombre se desvanece y se apoya angustiado en la pared para no abrirse la cabeza en la caída y, sobre todo, para no perderse ni un segundo de la delicia que recibe. Como a Sanjuanita no hay quien se le resista, su felacionado termina derramándose en su boca y ella recibe gustosa el esperma sin dejar descansar a su lengua.
Al cabo detiene las caricias y se levanta. Se acerca al rostro del macho, lo mira con fijeza y sin mediar palabra lo besa en la boca y desliza en él toda la leche. Él se sorprende, quiere reaccionar, pero las piernas no le obedecen y los músculos siguen anestesiados del éxtasis. Enseguida percibe que aquello, su propio maná, le sabe bien, le gusta. Abre la boca y comparte sin reparos, como quien comparte una fresa dulce, gozoso del descubrimiento, hasta que se queda solo en el regodeo, abrazado a su esposa que observaba sin perder ripio y se ha acercado para sostenerlo.
Sanjuanita viene a mí sonriendo —"¿Qué tal lo he hecho? Bien, Sanjuanita, bien"— y me besa, con su aliento de semen, con el sabor del macho en la boca, y yo la acepto sabiendo que es mi primer galardón de la noche: el premio al mejor docente.
Me gusta esta chica. Tiene arte, tiene entusiasmo, tiene duende. Tiene el sexo en cada pliegue del cuerpo, en cada célula. Sí, me gusta esta chica."