¡Yo nunca haría tal cosa!

Aventuras SwingerY con ese grito de guerra en los labios de Mariana, iniciamos nuestra carrera por el mundo sw. Al principio, como era de esperarse, éramos bastante precavidos y un tanto quisquillosos. Todo nos llamaba la atención pero todo, también, nos daba razones de incomodidad. Sabíamos que ahí, en esos territorios tan clandestinos y ocultos, de alguna manera, se escondía la llave de una felicidad que aún no comprendíamos. Buscábamos el Dorado del libertinaje.
     Ella era temerosa, mucho más que yo que tengo una natural inclinación por meterme a las fauces de los lobos hambrientos, aunque éstos tengan mal aliento, con tal de tener una buena anécdota que contar. Y como buena temerosa, se diseñó un sistema de restricciones que la mantenían en una cierta zona de confort. Por ejemplo, un día declaró categórica que el pelo facial en los hombres era además de desagradable, incómodo y que nunca, repito, ella nunca besaría a un hombre con bigote. Por la noche estábamos involucrados en un colectivo manoseo dentro de un cuarto oscuro. Incluso en la oscuridad, y mientras mi mano exploraba el interior de un escote que, en aquél entonces, me parecía muy por encima de mi liga, pude ver cómo Mariana estiraba el cuello para intercambiar saliva con un hombre harto varonil, y harto también barbado y bigotudo. Pecata minuta. Nadie dijo nunca que no fuera de sabios cambiar de opinión.
     También dijo que ella nunca, y repito, nunca tendría nada que ver con un hombre con sobrepeso. Entonces un gordito encuerado se le acercó en el jacuzzi de un conocido resort para adultos de amplio criterio y se ofreció a darle un masaje de espalda. La esposa del dicho gordito apoyó diciendo que eran las mejores manos manos del universo, y algo habrá habido de cierto en eso, porque cuando saqué la cabeza de entre las piernas de una chica que andaba por ahí, tuve la clara imagen de mi mujer en cuatro puntos sobre la barra del lugar, y del bien intencionado hombre masturbándola para producir sus aún no tan famosos alaridos. 
     También dijo que ella nunca, y repito, ella nunca follaría con alguien muchísimo mayor, y no había acabado de decirlo cuando fuimos interceptados en un playroom por una pareja compuesta por una mujer en la flor de la edad y un hombre más bien en el fruto... del fruto. La pasamos tan bien en esas tres ocasiones que Mariana empezó a dudar si sus convicciones no estarían, tal vez, un poco injustificadas. Yo ni opiné nada porque como se dio el caso de que las tres veces yo me llevara la mejor parte, pues no me convenía mucho hacer escarnio de su liviana palabra. Lo cierto es que empezamos a aprender muchas cosas y una de ellas se convirtió en una máxima con la que, hasta la fecha vivimos: La teroría del vibrador con patas.
      Nuestros compañeritos de juegos son nuestros juguetes sexuales. Así de ordinario. Así de insensible. Por más que los queramos o por más que nos sintamos agraciados por contar con su amistad, nos queda claro que, a la hora de compartir cama, nosotros somos los amantes, ellos las ayudas de cámara que hacen la experiencia más grata. Suponemos que a nadie le ha resultado ofensivo, porque nos hemos pronunciado, en público, en ese sentido. Por otro lado, nosotros también nos consideramos vibradores con patas de las otras parejas que hacen uso y abuso de nuestras inocentes sexualidades. Así que, al menos por eso, nadie podrá acusarnos.
      ¿Qué ventajas tiene la teoría del vibrador con patas? En principio, que nadie se pone muy tiquismiquis con el tema de los sextoys. Uno es mucho más aventurado cuando escoge un dildo que cuando elige un amante, porque, la verdad sea dicha, en el fondo todos sabemos que si el dildo no nos satisface, no pasa nada cuando lo hacemos a un lado. Mi pasaje favorito fue cuando en medio de una orgía, Mariana miró a los vecinos de la derecha y descubrió que el caballero había elegido portar, esa noche, para su visita a un club de intercambio de parejas, orgulloso y apasionado, sus boxers de los Pumas. No seré yo quien juzgue su espíritu goyesco, pero mi esposa, tanto menos entusiasta que yo, lo condenó de inmediato. Luego de mostrarme el detalle azul y oro, me susurró al  oído. "Ahora sí lo juro. Yo nunca..." y adivinaron, queridos lectores. A los pocos minutos fuimos cómplices de un intercambio soft con los vecinos pamboleros.
     Nunca volvió a decir yo nunca. A lo más me dice, "No voy a decir que yo nunca, pero..." Y el resultado ha sido grato. Nuestros mejores juguetes sexuales, también son entrañables cómplices y si se nos acerca alguien nuevo en plan de ligue, hace mucho que no decimos que no como un reflejo. ¿Ahora decimos que sí a todo? Por supuesto que no, pero nos damos muchas más oportunidades que cuando empezábamos, y gracias a eso hemos hecho descubrimientos muy divertidos.


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