El derecho a la putería

Mis amigas con colecciones de posgrados postearon alegremente en Facebook un artículo en el que se recopilaban las sarcásticas reseñas que varias mujeres con Ph.D. hacían sobre un disfraz de "doctorada sexy" que se vendía en Amazon. El escarnio en  el que se regodeaban se empeñaba en echar abajo la muy nociva cultura de reducir mujeres a su potencial atractivo sexual. Los comentarios, todos cargados de inteligentes ironías, dejaban relucir que quienes pasaron muchos años de incontables esfuerzos, de revisiones de protocolos, de luchas mano a mano con asesores intransigentes, de prácticas de campo y otros tantos sacrificios, se sentían profundamente dolidas porque el tal trajecito azul frivoliza el trabajo que les costó llegar a la cima del reconocimiento académico. Ellas, las más sabias en sus ramos, se veían calificadas por una sociedad muy poco hambrienta de sabiduría y muy deseosa de placer sexuales. El resultado de la calificación las indigna gravemente.



     Me pregunto, sin embargo, si al levantar la ola de ira contra el lujurioso comerciante, no están negando a todas sus igualmente esforzadas, aunque no escolares, congéneres un derecho básico en la lucha feminista: el derecho que cada una tiene a vestirse como le venga en gana sin que nadie haga menoscabo de su dignidad. Porque entonces, una mujer cualquiera, que con o sin valioso pergamino, quiera disfrazarse, jugar con su personalidad, putear un poco en público o privado y enseñar a otros aquellos atributos físicos de los que se siente orgullosa, tendría, luego de la plétora de críticas, que avergonzarse de su deseo. Cierto, que la ropa es un discurso, y lo que nos ponemos manifiesta lo que pensamos, pero ¿no tendría cualquier fémina que tener derecho a pensar que quiere ser deseada también por sus caderas? 

     Entiendo el punto: desear es una forma de convertir en objeto, porque deseamos aquello que queremos poseer y se posee a las cosas, a los bienes muebles e inmuebles, a las propiedades, pues. Pero hay un enorme placer en ser poseído, y finalmente, es ser deseado. Como a mí ni la naturaleza, ni el gimnasio, ni la biblioteca me dotaron o de un doctorado o de un abdomen marcado, nunca supe si preferiría ser admirado por sensual o por ilustrado. Pero me gusta jugar, y por supuesto, cuando me disfrazo de bombero no creo tener ni la mitad del testículo necesario para entrar en una casa y salvar de las llamas a un shar pei. Cuando juego, ejerzo un derecho lúdico del que me creo dueño no por ser hombre sino por ser, nada más. Si Mariana me mira con lascivia o si me encuentro reducido a la ingrata cualidad de una ayuda de cama, en realidad, me siento halagado, me siento feliz de que alguien me quiera despojar de mi traje de apaga calores eroticus.  Ya sé que a los de mi género nadie nos ha quitado el derecho a la educación, y que nunca me han torteado en el metro, y que nunca fui abandonado con un embarazo y que no cobro veinte por ciento menos por el mismo trabajo que otro hace... Un momento, eso sí ocurre, pero no se trata de género si no de falta de habilidad para cobrar. El caso es que no hay manera de que yo entienda a cabalidad la postura de ninguna de ellas frente a esta sociedad misógina que glorifica la comercialización de la mujer.

     Creo, en cambio, que entre los muchos privilegios de los que han sido privadas, está el derecho a vivir su sexualidad a plenitud, a disfrutar de ella y a tomar las decisiones que les parezcan más convenientes con respecto a lo que hacen con su cuerpo y con su placer. ¿Por qué no puede una optar por pirujear impunemente? ¿Por sexualizarse? ¿Por decidir convertirse alguna vez en un objeto de deseo y producir en otros deseos non sanctos

     Todo juego simplifica, por lo tanto, todo disfraz frivoliza. Para eso sirven. El punto del carnaval es, precisamente, quitarle a las acciones humanas todo el peso ideológico del que están cargadas. Hacer burla de una máscara es un tanto una necedad ¿no? Parodizar la parodia. ¿Para qué? ¿Para negar a otros la posibilidad de reírse de nosotros? ¿Un atentado contra la expresión? 

     ¿No sería, también, inalienable el derecho de todos de tomarse algunas cosas a la ligera y simplemente ejercer la libertad de cachondear entre las sábanas sin ser acusada de traidora o sin ser acusado de primitivo? El acto de copular es básico, prosaico, simple y tan primitivo que no deja de parecerme una necedad querer convertir cada una de sus deliciosas manifestaciones en el intrincado capítulo de una disertación doctoral. Que un hombre crea que lo corto de la falda es inversamente proporcional al deseo de una chica por ser tocada, me indigna sobremanera, pero encuentro también doloroso que sean las mujeres mismas, las educadas, las liberales, las feministas, quienes se lancen con antorchas al ataque de alguna de las millones de formas en las que cualquiera que así lo decidiera puede apelar a su gusto por ser deseada.

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