La Doctora y el Doctor Chocolate visitan nuestra morada



Relatos de nuestra vida swinger


Cuando la vi subir la escalera, me recorrió el cuerpo una emoción tan infantil como lasciva. Llegaron un poco antes de la hora pactada y cargados de maletas. Es raro que invitemos gente a nuestra casa. Es raro, quiero decir, en este contexto. Sólo lo hacemos con amigos cercanos, compañeros de juerga de esos que se vuelven tan entrañables como los del mundo horizontal. A ellos, además, nos alegraba verlos porque habían desaparecido de nuestras vidas por algunos meses y ya los extrañábamos. Ella subía. Yo miraba, desde escalones abajo, sus piernas perderse en la ligera y suave tela de un vestido diseñado, cortado y confeccionado para producir malos pensamientos. Junto a mí, subía también su marido que disimuló haberme sorprendido perdiendo el seso en el trasero de su esposa.



Entraron ambos a casa. Encontraron la mesa de la sala retacada de comida árabe que compré para dar gusto al capricho de la Dra. Ch. de cenar oriental y sacaron de sus bolsos varias botellas de vino. Cenamos, hablamos y bebimos los cuatro. Es lo mejor  de dos mundos, el tipo de conversación que se tiene con viejos amigos con las expectativas de voluptuosidad asegurada que contienen las primeras citas entre la gente soltera. De pronto, todo es muy sencillo. Cualquier excusa es buena y, según recuerdo no necesité ninguna. Me gusta jugar a pasar los dedos por la nuca de la Dra. Hace un gesto gracioso, se retuerce con una especie de incomodidad impúdica que invita a seguirla provocando. Mariana estaba sentada frente al Dr. del otro lado de la mesa que ocupa el nada amplio espacio de la estancia. La Dra, y yo, estabamos sentados uno junto al otro en el sillón principal. Supongo que la besé sin permiso, o metí la mano abajo de su vestido o hice alguna inmoralidad de ese tipo. Y supongo también que eso detonó una serie acciones subsecuentes. Por ejemplo, que el Dr. Ch. se levantara y fuera comprobar con las yemas de los dedos que Mariana no traía brassiere. O que la llevara a acomodarse junto a nosotros. O que la Dra. perdiera la ropa con la velocidad habitual. O que me descubriera acostado mirándola hacerme sexo oral, mientras el Dr. lamía a mi mujer.

Hacía poco más de una semana, una broma entre Mariana y yo nos llevó a concluir que no tendríamos sexo durante un mes. Creo que el argumento estaba en que la abstinencia era la única marranada que no habíamos hecho juntos, así que valía la pena intentarlo durante, al menos, un tiempo reducido. Obviamente, los planes de celibato tenían que adaptarse a nuestras circunstancias. Entre nosotros no podíamos ejercer ningún tipo de sensualidad, pero teníamos visitas en casa, y tampoco se trataba de ser malos anfitriones. Debo reconocerle a mi mujer que esa noche se portó a la altura y no cayó a la tentación a la que yo, sin duda, habría sucumbido. Mientras la Dra. se montaba sobre mí, y el Dr. exploraba todas las formas posibles de masturbar a Mariana, yo trataba de extender mi mano para tocarla. Algunas veces con sutileza y otras, no, ella la retiraba al momento. De todas las perversiones posibles, mantenerse alejado de la mujer más deseada, debe ser la mayor.

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