El Velvet de Miami

Exploraciones swinger en la Florida

Para llegar al Velvet, es conveniente solicitar la membresía y los boletos de entrada con anticipación através de su página web. Sale un poco más barato. Por ambos conceptos, pagamos 100 dólares y llegamos al sitio un poco antes de que lo abrieran. Así que a esperar como quince minutos en una mesa en el estacionamiento y frente a la puerta. Nos llamó la atención la cantidad de personal que había en la entrada; tres o cuatro chicas monas ataviadas como sensuales villancicos se encargaban del registro. En el bar, Many (¿Mani?), al recibir nuestra botella, leyó en nuestra expresión de conejitos en el periférico que éramos nuevos al lugar. Nos preguntó si queríamos un recorrido y comisionó al Chino para que nos mostrara el lugar. El Chino es portorriqueño y dominicano, increíblemente amable.
     Una muy buena parte del local estaría cerrada esa noche. La verdad es que no esperaban tantas parejas. Sólo ochenta o noventa, dice el Chino, y nosotros que pensamos que cincuenta son ya una multitud, tratamos in mente de figurarnos el espacio abarrotado. Aún hay poca gente, y gracias a eso podemos sentarnos en un sitio cómodo: una mesa el la que fácilmente caben seis parejas, con un tubo al centro y al borde de la pista de baile. La música es marcadamente latina, la concurrencia que poco a poco va aumentando su flujo, también. Hay parejas de muchos tipos, gente muy fitness y otros no tanto. Promedio de edad cercano a los cuarenta, pero con representantes de ambos extremos de la cadena cronológica. Es fácil encontrar algo que nos guste.

Salón principal del Velvet
Foto: Velvet
    Un aumento considerable en el volumen de la música marca, al estilo de las discos de mi juventud, que la pista se ha abierto. Para ese momento el lugar ya está a reventar, y casi todo el mundo se concentra cerca de la barra. Al igual que en otros clubes, son notorios los grupos de gente que se conoce y los extraños como nosotros con cara de disimulado espanto hacemos un humorístico contraste. Tal vez habíamos bebido dos copas cuando el estruendo de las luces y la música me obligó a pedir esquina. Mi cabeza amenazó con no perdonarme una jaqueca considerable si no la libraba del tormento de los decibeles. Agradezco que Mariana sea de la misma especie que yo y que entre nosotros, lo normal sea querer escapar del ruido. Agradezco también que el Velvet esté bien construido y que los playrooms estén aislados y con música distinta. 


     La regla aquí es una regla común. No se puede entrar con ropa a las zonas de juego. Sin embargo, al menos al principio, a nadie parecía importarle. Más noche la cosa cambiaría y un hombre de seguridad estaría patrullando por todos los rincones con el pregón de "Just towels in here". Mientras tanto, nada. Los únicos en toalla éramos nosotros. Son dos espacios grandes con diferentes áreas para jugar.  A uno de ellas la llaman la zona de los tiburones, porque es dónde pueden andar los hombres solos. Hoy, eso no es un tema porque es sábado y los sábados son exclusivos para parejas. La zona que elegimos tiene ocho o diez cuartos privados. Dos de ellos están comunicados por una vidrio que permite ver sin tocar de un lado a otro. También hay una cuarto para orgías masivas y un par de silloncitos sexis apuntando a una pantalla con porno. Muchos espacios para elegir, pero todavía era temprano y aquella inmensidad se sentía vacía.

     Elegimos uno de los privados. Dejamos la puerta abierta por si alguien se acercaba pero el único en hacerlo fue un señorcito que, de voyerista, no ayudó mucho a nuestra calentura. Su mujer lo estaría buscando, porque su celular sonó y el señorcito salió corriendo abrochándose los pantalones. Tras él, Mariana cerró la puerta, aunque sin seguro. Desde otro de los cuartos se escuchaban los alaridos de una mujer que la pasaba muy bien. Me pareció gracioso que, por el sonido, se pudiera adivinar la negritud de la cantante. Mariana está acostada sobre la cama que ocupa casi la totalidad del privado. Su mirada está dirigida a un espejo que cubre por completo la pared. Me acosté sobre ella para acariciarla, para ponerle lo que le gusta en las zonas que le gustan, para hacerle con mis manos un capullo del pudiera emerger gloriosa y volátil.
Playrooms del Miami Velvet
Foto: Velvet

    Alguien abrió la puerta. Mariana intuyó que los nuevos invitados no resultarían un estímulo para su vista. Clavó la cabeza en el colchón y se dejó hacer, permitiendo que su piel inventara historias que sus ojos no querrían confirmar. Una mujer se sentó frente a ella para acariciarla. Su hombre se quedó de pie y buscó con sus manos los espacios que yo dejaba libres mientras la lamía o la penetraba. Había algo de silente en la cadena de orgasmos que se agolparon discretamente en los muslos de mi esposa. Una extraña necesidad de contenerse, una secuencia de climax furtivos que no deseaban demostrar su identidad. Mientras sus músculos me delataban el final del viaje, la mujer de a lado seguía viniéndose en sonoros gospels. Mariana, aún con la mirada escondida en el colchón, se quedó congelada. Las visitas hicieron me hicieron una caravana y se despidieron entre murmullos.

¿Quieres ir al cuarto de las orgías?

Vamos, me dijo. 

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