El playroom

Protagonistas de la vida swinger

playroom y swingersEs una cueva y es un símbolo. El playroom es una alegoría en sí mismo. Es el espacio marginal en donde todos los principios de la comunidad sw se encumbran y todos los principios del mundo real se desquebrajan. En sus más febriles sueños, los casados, esos aburridos señores  y señoras que fantasean con las estrellitas en turno de la tele, que se contentan con su ocasional visita al table, que acallan su hambre con la convicción de que el matrimonio sirve para  dormir a pierna suelta, esos que levantan altares públicos a la monogamia mientras que anhelan el roce de unos labios desconocidos, esos casados confortables, no imaginan, por mucho que sus sábanas se suden en deseo, lo que pasa por la cabeza de una pareja enamorada cuando, tomados de la mano y en un  silencio de coautores, entran en el cuarto oscuro de algún club.

     Geográficamente, los cuartos de juegos casi nunca pertenecen a la parte central del club o de la fiesta. Se ubican, más bien, en los rincones, en los pisos superiores, en los sótanos... en la periferia. Acceder a ellos inicia una metáfora del lifestyle. Se va ahí, porque se decide ir. Nadie cae dentro por accidente, arrastrado por la muchedumbre mientras bailaba, o en el camino al baño, o porque se tropezó. Para llegar hay que bajar una escalera, o abrir una cortina, o atravesar un largo pasillo. Hay, primero, que pactar con alguien: "¿Hora de ir al playroom?", "Vamos". Y en ese acuerdo se pone en marcha una cadena de complicidades, un recorrido hacia la transgresión, un compromiso callado para dejar a un lado todo lo que sabemos sobre los deberes maritales.

     Toda la personalidad de los anfitriones está volcada en estas madrigueras de erotismo. El empeño con el que están diseñados, lo lúdico o lo solemne, el cuidado a los detalles, y la atención a los estímulos sensoriales  reflejan de manera fiel la idea que los responsables tienen del sexo. Quien cruza el umbral entra en una congregación que, de la forma más sofisticada posible, ha decidido avanzar hacia la parte animal de sus conductas. Soñar, aquí es necedad. En este lugar, se hace. Se respira una honda bocanada de luces y de sombras. Se deja llevar la piel por los sonidos, y se hunde el cuerpo en la brisa sensual nudos humanos, de voces, de siluetas aleatorias que olvidaron los himnos al pudor. 

     Se concentran, en una fogata de jadeos y gemidos, los pilares en los que se funda esta curiosa cartuja de los swingers: la libertad, el respeto, el juego y la exploración. Un orden estricto rige el aparente caos, y los participantes lo respetan sin necesidad de vigilancia. El playroom encarna la utopía social; vive y deja vivir. Haz, sin molestar. Mi libertad termina donde... Sí y no son semáforos suficientes para que fluya la partida de un deporte extraordinario, uno en donde no se llevan los puntos, ni hay trofeos. Uno, en el que gana sólo el que más se divierte. Así jugábamos de niños al gol-para.

      Salir y entrar aquí es, igualmente, un acto volitivo. Se viene cuando se quiere y se termina al final. Sin que nadie nos convoque o sin que nadie nos expulse, sin que nadie suene la sirena y nos diga que es tiempo de volver al mundo de pagar impuestos, de cubrir horarios, de ser amables con la gente a la que odiamos. Simplemente nos vamos, cuando hemos sacado de aquí, suficiente oxígeno como para aguantar un rato más de vida civil, nos vamos muertos de sueño, y en la boca, la conspicua sonrisa  y el sabor de los besos clandestinos.

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