Anécdotas de la doble vida-
Quienes, de día, nos movemos entre los conservadores más sentenciosos, quienes de noche gustamos de explorar el detrás de las cámaras del mundo, quienes oscilamos entre lo fantástico de los deseos realizados y el cotidiano trajín de pagar rentas, vivimos con un terror constante e incisivo, por más que disimulado, el miedo a estar retozando en nuestro lado B, y que se aparezca de pronto un personaje del lado A. Es una fantasía sádica que nunca nos abandona por más que la racionalicemos. Es una certeza estadística. Es un costo que, aún dispuestos a pagar, preferimos no tener que hacerlo nunca, algo así como el IVA. El jueves pasado (y eso que nosotros nunca salimos en jueves), y después de tantos años de inmaculadas refriegas en este lúbrico campo de batalla, mi terror se hizo realidad.
El lugar común entre los swingers dice que no pasa nada, que si nos topamos con otro, ellos están en el mismo sitio que nosotros y, por lo tanto, nos encontramos en igualdad de condiciones. Una versión adulta del infantil pacto de babita: si tú no rajas yo no rajo. Al menos, con esa idea, queremos poner a descansar nuestra alma en lo que nuestro cuerpo se empeña en darse alegría y cosa buena. Pero en el fondo, sabemos que no es tan fácil. Para algunos afortunados, el swing es una extensión lógica y lineal de su cotidianidad; para ellos, no hay nada en juego. Pero para los que sí padecemos esta angustia latente, ésta tiene nombres, caras, y formas precisas. Porque, claro que si me topo frente a frente con otro en el cuarto oscuro y, los dos somos compañeros de cubículo y los dos nos encontrábamos en idéntica posición sexual y los dos embestíamos a nuestra respectiva esposa con ímpetu equivalente y similar tamaño genital, bueno, entonces el argumento estamos en las mismas es, válido. Pero de no ser exactamente así, las mismas nunca son las mismas.
¿Qué pasa si al que me encuentro es a mi padre? ¿O si, mientras yo estoy dando el espectáculo de medio tiempo que Madona nunca se atrevería a dar, el otro llega alegando que hace investigación para asesorar una tesis de sociología? ¿Qué pasa si uno viene con su pareja oficial y el otro no? ¿Qué pasa si uno persigue un cargo público y el otro es, precisamente, el reportero que al que el primero se rehusó mantener en el presupuesto de relaciones públicas? ¿Qué pasa si una maestra se encuentra al padre de un alumno? ¿O a un alumno? ¿O si una es mujer y el otro es hombre? En fin, que las combinaciones son infinitas y todas ellas presentan un grado de dificultad distinto. Por eso, aunque casi todos lo suponemos como un riesgo controlado, nadie está nunca tranquilo del todo.
En ese sentido, creo que yo ya estaba viviendo horas extras. Obviamente, me tenía que ocurrir uno de estos días, y la verdad, es que también me había resignado por completo. El día que me pasara, no habría, siquiera, forma de fingir demencia. ¿Quién me va a creer que sólo vine por información para mi novela, cuando en todos los bares, los meseros me hablan por mi nombre? Así que había decidido tomármelo con toda la dignidad que el caso amerita. Si, quien descubriera mi identidad sw lo entendía, muy bien. Si no, ni modo, y que se lo coma con patatas.
Estábamos en Hedonism festejando el brindis de fin de año de Libido. Entre los bultos de la gente que departía con nosotros, pude ver entrar a una pareja buscando mesa. Puede ser que él me haya parecido familiar y que por eso siguiera con la mirada todo su recorrido, pero yo creí que me había llamado la atención su imagen. No se parecían a los clientes habituales de los clubes, sobre todo él que usaba el cabello moderadamente largo y la barba desordenada más común en círculos académicos. Siempre defiendo que los swingers vienen en todo tipo de modelo y talla, pero en general, los parroquianos de antro se ciñen a una estética particular, al menos, al salir de noche. A él, claramente, esos códigos tácitos no le parecían tan relevantes. Se sentaron, pues, en una mesa justo frente a nosotros y a pocos metros de distancia.
Mientras platicaba con mis amigos, y mi esposa besuqueaba a Bambam, noté que la mirada del hombre viajaba con frecuencia hacia nuestra mesa. Pensé que, siendo un grupo tan estruendoso, resultábamos algo, si no interesante, al menos, curioso para ver. Pero cuando la mirada se volvió más insistente, comencé a sospechar que se trataba de un lector del blog al que le había dado gusto coincidir con nosotros en esa fiesta. Me erguí un poco y puse mi cara de autor alternativo. Me reí de algún chiste mientras miraba de reojo las reacciones del presunto simpatizante. Se levantó. Caminó entre algunas pocas personas. Preparé la respuesta "¡Qué bueno que les gusta el blog! Muchas gracias por acercarse. Espero que las próximas publicaciones se mantengan a la altura de lo que esperan. De verdad, en serio, muchas gracias." Las miradas se encontraron cuando él estiró su mano hacia mi.
Entonces, me llamó por mi nombre. No dijo "Tú eres Diego, de Jardín de adultos, ¿verdad?", que era precisamente lo que yo esperaba. Con todo aplomo enunció mi nombre, no "mi nombre" sino el apelativo que sólo usan las personas que trabajan conmigo en el mundo vainilla. Dicho así, y en ese sitio, la mención de mi querido nombre profesional me produjo una pequeña muerte cerebral que duró unos segundos. No tuve tiempo ni de ponerme en guardia. Luego preguntó si me acordaba de él. Obviamente, no. Primero, porque soy un discapacitado de la fisonomía y tengo pésima memoria, segundo, porque el individuo en cuestión había cambiado considerablemente desde la última vez que lo vi. Así que lo único que pude pensar era lo más lógico: aquel hombre era, sin duda, un agente secreto de la policía personal de mi jefe que me había seguido durante el último mes para encontrarme in fraganti en un club de sexo y ahora me sentenciarían a muerte por desempleo. Me tomó un minúsculo lapso recuperar la calma.
El, hasta entonces agente, me recordó su nombre, y súbitamente vino a mí como en avalancha la memoria de un muy querido amigo y colega, uno que había sido un muchacho muy delgado, con cara de empleado del mes y con el cabello corto. Ahora era un señor, conservaba el mismo halo positivo que tiene la gente simpática, pero su look estaba hoy más en la sintonía de esos académicos que, siempre agnósticos, quieren parecerse a Jesucristo. Intercambiamos los saludos habituales de ese tipo de encuentros. Le presenté a mi esposa y a nuestros amigos en lo que los colores me venían de vuelta al cuerpo. Entre todas las opciones calamitosas que había imaginado para mi primer encuentro con alguien del exterior, el destino me mandó una que no tenía nada de terrible. Al contrario.
Después de eso, ellos y nosotros pasamos la noche entre tragos y anécdotas. Tuvimos tiempo de hablar del lado conocido y de enterarnos más sobre el que se había mantenido desconocido hasta entonces. Y sí. Ellos también habían leído el blog.
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Gilles Berquet - Mïrka Lugosi |
Etiquetas: opinión, swingers