¿Se acuerdan que siempre les platico que Mariana y yo éramos la pareja introvertida que se refugiaba en un rincón en todas las fiestas del ambiente? Pues, aparentemente, algo de eso sigue vigente, al menos en lo que a mí respecta. Aunque muchas cosas han cambiado desde entonces a la fecha, y todas ellas para bien, un componente de ironía poética se manifestó en
Aloha! en forma de una imagen que, desde entonces, me ha estado rondando la cabeza.
Éramos un grupo grande. Y ese grupo grande se juntó con otro grupo grande, o con otros grupos grandes. No lo tengo muy claro. El caso es que estábamos rodeados de gente amistosa y con ganas de divertirse. Fui a buscar algo de tomar y, entre tanto, Mariana comenzó a negociar, desde la orilla, con una de las tres o cuatro chicas valientes que, aún con las condiciones climatológicas, se aventuraron a entrar en el gélido territorio de la alberca. Sigo sin entender por qué mi esposa, que para abrir el refrigerador precisa chamarra, estaba considerando un chapuzón a esa hora. Supongo que estaba divertida y la idea de un reto la entusiasmaba.
Cuando volví, ella ya se había remojado, había salido temblorosa y buscaba entre los asistentes a otros temerarios o a otros ingenuos. La miré como a una niña en una fiesta infantil. Procuré que, al terminar su jugueteo, tuviera una toalla seca y me acomodé con tranquilidad en un rincón cerca de la feliz pareja que, esa misma tarde, nos había invitado junto con otros amigos, a comer a su casa. Esos tipos, La Curadora y el Curador, me caen muy bien. En principio, porque son de esas personas tan obsesas con los detalles, que en su hogar, hasta el cepillo de lavar los trastes tiene personalidad. De hecho, la personalidad de un Hooligan. Su amor por los objetos se conecta con el coleccionista frustrado que hay en mí y, por lo tanto, su conversación, en general, no puede sino parecerme interesante. Lucen, además, un sentido del humor mesuradamente mordaz muy placentero. De modo que, a pesar de haberlos visto sólo en un par de ocasiones, nos sentimos atraídos hacia su órbita.
Mariana estaba casi desnuda y brincando entre la gente. El atuendo de la Curadora había sido alevoso conmigo más de una vez durante esa noche. Un poder magnético emanaba de esos pantalones holgados que dejaban asomar una parte del trasero de un traje de baño terminado en tanga. Ahí, entre los resortes que cortan las caderas y el elástico del pantalón, dos pedazos de piel de espalda baja en forma de ojos me obligaron a posar en ellos, primero la mirada, y después los dedos que vagaron en círculo por la zona durante varias vueltas. En eso me entretenía cuando, por designios del cinismo, me pareció lógico besarla. El Curador estaba frente a nosotros y quiero recordar que también tenía sus manos sobre la Curadora. Quizá sobre sus piernas.
Los sucesos se encadenaron veloces y quirúrgicos. Caricia siguió a beso con la precisión de una roca de deseo que se desbarrancara cuesta arriba en un mundo en el que alguna esquizoide ley de gravedad llevara a los objetos hasta la cima de los volcanes para luego abandonarlos ahí incendiándose a su suerte. El Curador invadió las zonas bajas del cuerpo de su esposa de quien pude sentir, entre mi abrazo, los pequeños espasmos de un dejarse ir a pasear montada sobre la mano experta de su marido. Estar en un trío, algunas veces, requiere tener alerta todos los sentidos. El placer se obtiene recibiendo las señales descaradas y sutiles que emite el cuerpo delirante. ¿Cómo reaccionar a un tenue suspiro? ¿Qué hacer frente a un temblor exacerbado? Él la tocaba descubriendo fuego y yo buscaba acordes catalizadores.
La Curadora bajó el cierre de mi pantalón y encontró una erección suficientemente hambrienta. La tocó con amor y comenzó a masturbarme. Él a ella. Ella a mí. Me sentí parte de un grupo de jazz, y mis piernas se sintieron dos mástiles a punto de ser derrumbados. Entre besos y caricias el anuncio de una inminente descarga llenó mi cuerpo. Respiré hondo y me contuve. Tengo por regla no terminar hasta que, al finalizar todo, vuelva a la cama con Mariana. Con trabajos, logré detenerme. Para ella la sonata a cuatro manos fue lo justo. La escuchamos venir y alternamos.
Mis dedos encontraron un sexo empapado. Empapado como Mariana que, pese al frío, seguía revoloteando desnuda a unos metros de nosotros. Es grato encontrar, en el interior de algunas mujeres, signos de donde tocar. El lenguaje de los músculos es poderoso y, en ese sentido, la Curadora tiene una dicción perfecta. Una. Dos. Tres veces. Estímulos dirigidos a las partes que pedían ser tocadas. Un poco de presión ahora. Un poco más esta vez. ¿Sientes esa burbuja en las puntas de los dedos? Es ahí. Presiona un poco más hacia arriba y deja ir. El ritmo es crucial. Repite y deja ir. Ahí está. Ya viene. Cuando un squirt se acerca, lo advierte un sonido de agua muy característico. Entonces, sólo es cuestión de acelerar el tempo un poco más. Entonces, llega.
Todo se empapa.