A los diecinueve años, Mariana me curó para siempre de los tremendos ataques de cosquillas que sufría cada vez que algo se me acercaba a las axilas. Mientras me acercaba la boca, me decía que el pelo corto que crecía bajo mis brazos y la piel que ahí se adelgazaba la hacía sentir que estaba besando un coño. Desde entonces sucedieron dos cosas: mis axilas dejaron de hacerme brincar a la menor provocación y construimos un código de cama al que, hasta la fecha, no hemos renunciado. Mientras nos enredamos con las sábanas, cuando la mente empieza a buscar estímulos, ella pone los labios cerca de mis brazo. La imaginación comienza a construir una pierna larga y blanca y un camino que lengua de Mariana traza desde la rodilla hasta la entrepierna. Sus dibujos hacen eco en mi espina dorsal y bajan por la ruta de la piel que aprieta mis músculos. El placer depende de ella, de Mariana, que me aprieta entre los piernas, de la imagen de los juegos de su boca, y de un reflejo que viene desde el otro lado del espejo: de un mundo donde yo mismo soy, sin ser yo, el objeto de deseo de la mujer que es mi objeto de deseo.
Hace un par de días, Mariana llegó exhausta a la cama. Acomodó la cabeza sobre mi pecho y comenzó a arrullarse con un sincero, pero malicioso movimiento. Su dedo acariciaba rítmicamente mis axilas, y la suavidad de la sensación me apretó los muslos.
-Deja de hacer eso. Tienes sueño y luego no te aguantas.
No se detuvo. Le pedí varias veces que lo hiciera porque temía que el sueño la venciera justo en el momento en que yo ya no pudiera regresar a cero mi curva de excitación. No se detuvo. Bajo la colcha, adiviné su mano que bajaba hasta su propio sexo. Un ligero gemido, perdido entre el sopor confirmó mi suposición. El gemido se hizo cada vez más constante y acompañaba el movimiento que sus dedos hacían sobre mis axilas simulando que masturbaban a una chica. Cerré los ojos y las imaginé a las dos: a Mariana, secreta bajo las cobijas, con una mano explorándose y con la otra extendida hasta la entrepierna de una muchacha rubia que, sobre mí, dejaba conducir sus reacciones por la sabia mano de mi mujer. Sus senos se elevaban sostenidos por su espalda en forma de arco horizontal. Sus piernas se apretaban sobre la mano que, amorosamente, las invadía. Sus labios se entreabrían y sus ojos se entrecerraban.Me toqué con los ojos cerrados. Con la escena muy vívida en la mente y con los ruidos discretos, que escapaban de su boca mientras sus caderas hacían mecerse al edredón, llevándome al orgasmo en medio de un rito hipnótico.
Terminamos al mismo tiempo, y cuando despertamos, no quisimos evitar hacer el amor por la mañana.