En una ciudad mordaz como la nuestra el cuerpo es un poco el prisionero. Estamos atados, no tiene remedio a hacer el amor bajo techo. Somos, sin reparar constantemente en ello, crisálidas sexuales que encontramos pocas ocasiones para cambiar nuestra situación. Por eso los viajes enriquecen, por que te hacen recordar partes vitales de tu naturaleza, partes que habías olvidado que extrañabas.
Imagine el lector un cuadro típico de peli porno. Mar a uno pocos metros, iluminación natural de doce del día y un jardín solitario donde Mariana y Diego llevan varias horas secandose al sol y arrullándose con los suspiros de una cotidianidad extraordinaria. Abro el ojo, y descubro la presencia que ha estado junto a mí desde siempre. La piel mojada por galaxias de sudor, los labios entreabiertos, los senos blancos que apuntan a un cielo donde sólo un par de nubes pueden ver lo que ocurre. Me quedo un rato hipnotizado. He visto a Mariana desnuda desde hace mil años, y no puedo evitar aún saltar al precipicio desde el génesis del deseo.
Voy hacia ella. Duerme. No me escucha llegar y la seducción o el ataque frontal tiene una discusión frente a mis ojos. Me decido por la opción que más le conviene a ella. No crea el lector que mi mujer es fanática del foreplay, ese soy yo. Supongo que todas las parejas tienen alguna inversión sobre los estándares de género. No digo nada, sólo me aprovecho del sudor, que entre las piernas la lubrica, y dejo que sus muslos me acaricien el pene. Se abre. Abre los ojos y estoy sobre ella. Abre la boca y estoy dentro de ella. Abre las piernas y estamos dentro de un día tan azul como vital.
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