La cofradía del orgasmo perpetuo

Si hubiera un examen profesional para swingers, Mariana y yo hubiéramos el finde pasado, obtenido, al menos, nuestro grado de maestría. Un acuerdo entre los seis miembros de la recién fundada Cofradía del orgasmo perpetuo, me obliga a mantener la secrecía sobre el lugar en el que se llevó a cabo la sesión; nadie quiere que, a fuerza de recomendaciones, el sitio empiece a poblarse de sibaritas y luego resulte imposible conseguirlo en sábado sin tener que dejar empeñado un riñón. Baste con decir que se trataba de una, hermosamente ataviada, suite en un hotel de la ciudad. El repertorio de rincones para ejercer el antiguo deporte del refocilamiento, del que el cuarto hacía despliegue, hubieran hecho que la imaginación del Marqués de Sade se sintiera en desventaja y diera el concurso perdido por forfeit.



      Además de Mariana y su marido (quien escribe esta reseña), había otros cuatro conocidos del Jardín de adultos, a saber: los Condes de Trujillo y Corcuera, a quienes conocimos felizmente en el Pistache, y el Doctor y la Doctora del Chocolate cuyo afortunado encuentro le debemos a una fiesta de Luxury Lifestyles.

    La noche comenzó temprano intercambiando besos mágicos en un jacuzzi ardiente, tan ardiente que, antes de continuar jugando debimos pasar a la alberca para que la temperatura del agua no nos dejara a todos con la presión baja y en estado catatónico. Ya sumergidos en un clima más acorde con la actividad física, los cuerpos pasaban de un lado a otro, de una mano a otra, de una boca a otra sin que las fronteras matrimoniales hicieran mucha mella. Mariana se acompla fácilmente a quien la abrace; su deseo busca, casi como adicto, el contacto con miembros que se dejan consentir y crecer bajo su toque de luciérnaga encendida, o dentro de su boca remolino. En mis manos, la Doctora, repasaba los besos que ya me había dejado, la Condesa, sobre el cuerpo, haciéndome soñar despierto con sus gestos de seductora experimentada. Mis dedos encontraban fácilmente rutas para explorar y pozos sin fondo de donde extraer orgasmos en cadena.

     Después, refugiarse en una de las recámaras, donde encontré que Condesa y Conde habían hallado el tomacorriente indispensable para conectar su juguete nuevo. Me pareció oportuno acariciarla mientras su hombre le procuraba atenciones más intensas con potente juguetito, para poder disfrutar del pasatiempo de verla disfrutar. Pidió entonces, la Condesa, tener en su boca dos penes que procurar, y ambos nos apresuramos a cumplir su deseo. Así nos encontró el resto de la Cofradía, que venían de la alberca, y presto, se ocuparon todos de volver loca a la hermosa mujer que, ya de por si, estaba expncendida. Mariana, solícita, como siempre en esos casos, corrió a sacar su juguete para compartirlo con ella, y entre hombres, vibradores y manos inquietas no había nada que pudiéramos hacer por no treparnos todos en el globo de su excitación. Eso, dio pie para iniciar la célebre Cátedra en eyaculación femenina que, al Conde Corcuera, le gusta dictar, mientras las, más que dispuestas, voluntarias, empapan una y otra vez, la cama.

    Ir y venir de personas desnudas. Combinaciones múltiples y un clímax que se conectaba a otro que se conectaba a otro que se conectaba otro hasta que alguien consideró oportuna una pausa para cenar. Compartimos, jamones y quesos, vino, los más sofisticados y los más pedestres, (El Conde y yo) chela fría, que lo mismo marida con emmental que con papas Sabritas.

     Viajes a las regaderas, lavado de dientes y empezar nuevamente a experimentar con las reacciomes de la piel bajo la influencia de caricias, de labios y de lenguas que parecen no conocer límites. En la suite había dos habitaciones, las probamos. Había un sillón de esos eróticos con forma de resbaladilla inflamada, lo probamos. Había jacuzzi y alberca, lo probamos, había más sillones: los probamos. Piso, y techo, los probamos. Había un sauna, ese no lo probamos porque nunca lo logramos encender. Pero había de todo, y con todo queríamos hacer travesuras divertidas, que se prolongaron hasta entrada la noche, cuando, uno a uno como en novela de Agatha Christie, los cófrades calleron dormidos. Así deben lucir las habitaciones de los rockstars.

     Cuando abrí los ojos, todavía muy temprano, Mariana, la Doctora y el Conde decían que pedían room service para el desayuno. No había quien les creyera. A menos que el teléfono estuviera entre las piernas de Mariana, no había forma de que alguien estuviera haciendo una llamada, pero en su defensa, uno de los tres tenía, de hecho, un menú en la mano. Antes de unirme a la fiesta, para descubrir nuevamente el cuerpo de la Doctora que, se deshace deliciosamente entre las manos, pasé porregadera más deseable del mundo, tenía tantos chorros de agua como bocas había visto gemir la noche anterior. Al salir, me uní a la celebración matutina que terminó bajo la voz de: ¿Nadie ha pedido el desayuno? La misión de ordenar chilaquiles y huevos requería un esfuezo de organización del que no era, entre tanta gente desnuda, posible hacer gala. Sin embargo, no solo logramos hacer el pedido, además, lo esperamos con paciencia y desayunamos en paz, sin que nadie tuviera que usar otro preservativo.

       Entre la sobremesa y el check out, hubo tiempo aún para otro match, en el que Mariana y la Doctora se encargaran de dejarme una de esas sonrisas que son difíciles de borrar e imposibles de explicar al día siguiente en el trabajo.

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