Swinger Karoke

Relatos de nuestras fiestas sexuales 

     Habíamos escuchado que nada resultaba más eficiente para aniquilar planes lascivos que una sesión de karaoke. Son muchos los testimonios que dan fe de grupos liberales estables que, al incorporar a la reunión uno de esos aparatos bimicrofónicos, transforman la más rotunda dionisiaca en una simple fiesta de civiles. La gente canta y canta y, como dice el chiste, de coger ni hablamos. El karaoke es una actividad maldita que distrae a los deportistas del swing de su verdadera misión. De ello estábamos convencidos cuando recibimos la invitación de los Medici dirigida a los miembros de la Cofradía del Orgasmo Perpetuo.  Noche de rockstars, vestuario obligatorio, y todos a sublimar nuestros sueños de estrellato.  Sabíamos con certeza de oráculo que no sería necesario empacar condones, pero ellos se notaban tan entusiastas sobre su plan, que no quisimos advertirles de la maldición.

      Durante la cena, Mariana fue la primera en mencionarlo. Luego los Doctores Chocolate certificaron la veracidad de los rumores. Ellos estuvieron ahí. Ellos mismos vieron sólidas comunidades disolverse al ritmo de cantantes amateurs, de devotos émulos de José José, de parejas entonando o desentonando el soundtrack de "La boda de mi mejor amigo". Aún así no hicimos caso. Nuestro ejército de promiscuos contaba con las fuertes defensas del Signore Medici y del General Sonido, especializados en fiestas y ambientaciones, y de las femeninas caderas de nuestra Cofradía, de las que, siendo francos, es imposible librarse. Confiábamos en eso para mantener el curso de nuestra misión. La Signora Medici anunció furibunda. "¡Me valen sus supercherías! Si ya acabaron de comer, pasemos a la sala y cantemos una de la Trevi!" 

           Los Signori, habían acondicionado con maestría la sala de su departamento. Convivían con la máquina de cantar y con la enorme pantalla apuntadora de letras musicales, cojines, sillones, colchones, sábanas, toallas y almohadas  ensambladas con armonía para edificar el playroom más acogedor que se hubiera visto jamás.  El General Sonido clavó profunda mirada sobre el campo de batalla y con la serenidad del que sabe que la suerte echada está, decretó la estrategia: Por cada canción, dos cantantes flanqueando la máquina bimicrofónica. Cada uno o una de ellas tiene la encomienda de ejecutar de cabo a rabo la canción sin desviar su atención. El resto de la compañía debe estimular la libido de los cantantes haciendo gala de todas las estrategias posibles hasta que el o la cantante en cuestión pierda la concentración y pierda (o gane, según sea la perspectiva) la ronda. La segunda regla es que nadie puede estimular a su propio consorte, porque entre la Cofradía, eso se considera perversión. 

     El primer asalto fue moderado pero contundente. La dueña de la casa y la Dra. Chocolate entonaban no sé que cosa. La verdad me distraje dándole besitos en el cuello a la Signora Medici que, más por asco que por lubricidad, perdió la ronda. Pedí una  de Elvis Presley, y quiso ella vengarse de mí sin ningún tipo de reserva. Así, antes de terminar el primer compás, mi pantalón estaba abierto y su labios me tocaban como si quisieran soplar las notas the Falling in Love, desde mi miembro hasta mi boca. Pasé con dificultad la prueba, pero sobreviví para luchar otro día más. Cantar era cada vez más complicado para todos. La ropa, la escasa ropa de los disfraces iba desapareciendo y Mariana me gritó de un lado a otro de la estancia que necesitaba un condón porque requería abusar del Dr. Chocolate. Fue así como Mariana asumió un rol de corista que, lejos de armonizar con las canciones, competía mano a mano con ellas. 

     Más tarde, y mientras mi lengua y dos dedos entraban en la entrepierna calva de la cantante, un espíritu alevoso se apoderó de mi mujer y vino ésta con armas de asedio para derrumbar las debilitadas defensas del enemigo. Se aproximó desde atrás con el Hitachi en la mano y la Signora Medici ondeó bandera blanca, llevándome al sillón para que, con eléctrico ariete en mano y asistido por el mismísimo General Sonido, terminara lo que empecé. Luego, repetimos la operación Magic Wand, con cada una de las asistentes. El escenario en rededor era devastador. La Generala Luz, en ropa interior y viajaba de una mano a otra, de una boca a otra. Mariana y la Doctora se tomaban fotos indecorosas. Alguien cantaba, alguien besaba, alguien manoseaba y conforme la noche cabalgaba, la maldición del Karaoke en el que nadie folla, se diluía en vergonzosa retirada.

       Mariana y yo buscamos refugio en un rincón del sillón para dormir un poco hasta el día siguiente. Pero la fiesta y el fornicio siguieron junto a nosotros, frente a nosotros, sobre nosotros y no pararon hasta que dudas no quedaran más. Cantar no mata las orgías, la cosa está en encontrar la estrategia adecuada. 


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