Algunas veces somos dos

Relatos de amor matrimonial

Mariana me sorprendió cuando comencé a quitarme los pantalones para meterme en la cama. Era martes por la noche. Habitualmente no es día de sexo, pero tampoco es día de beber y habíamos estado, en las últimas horas, merodeando una botella de vodka. Descubrió que me puse los boxers verdes de uso exclusivo para noches especiales.

−¿A dónde fuiste con ésos?
−¿Con ésos, qué? −pregunté aún desconcertado por la suspicacia.
Con ésos. Señaló con la mirada mis calzones.
A trabajar, ¿por?
Ven acá. Lo autoritario resultaba confuso. Mi esposa es imperativa por naturaleza pero las circunstancias no ameritaban tanto recelo.

Fotografía desnudo en clave alta


Fui con cautela. Todavía no estaba seguro del tipo de terreno que pisaba. Cuando estuve junto a ella, recibí una súbita mordida en el trasero. La línea final de una brevísma comedia de enredos.

¡Qué sabroso! Exageró la lujuria de su tono.

El gesto de Mariana tuvo el mismo efecto que la reja que se abre de pronto en una carrera de galgos. Desató el buen humor de alguien que apenas comienza una mala semana. Moví el culo parodiando una sensual sesión de fotos, y me fui deshaciendo de la ropa que traía puesta. Los brazos a la cabeza. Aplausos. Dos dedos al el resorte de la ropa interior. Un grito de descontrolado chipendale. La nalga de fuera y la mirada perdida en una lejanía inexistente. Mariana no paraba de reír.

El lector tendrá que imaginar lo antitético de mi erotismo Quien tiene en mente a un modelo de Calvin Klein está cerca pero en dirección completamente opuesta. Piense, más bien en una combinación discorde entre el Rey Louie, el Conde Contar, y un flan napolitano. Pero el amor pone filtros extraños en los ojos de las mujeres y Mariana estaba embelesada por la vía del payasismo. Adoro escucharla reír porque es como si el desorden de las rutinas insulsas cobrara sentido, acordes que ponen, de repente, todo en su lugar. Seguí mi representación entre las ovaciones de mi intimísimo público. Me acerqué lo más que pude. Me tomó por los boxers delatores y se deshizo de ellos.

Las camas matrimoniales son sitios curiosos. Suelen estar habitados por protocolos específicos. Hay un número de acciones que no se hacen y hay otro número de estrategias que siempre hay que aplicar para obtener los resultados deseados. Sin embargo, en algunas ocasiones, estos protocolos son exiliados, y marido y mujer tienen que reinventar los libros sagrados de su propia sexualidad. Ayer fue uno de esos días. Entre coqueteos de primerizos, Mariana me pidió que sacara su juguete, un dildo hiperrealista transparente que emula la dotación de un tipo muy bien dotado.

Montada sobre mí, me amenizaba con la contorsión de un cuello que se estiraba para que la boca chupara el juguete en cuestión. Luego, éste cambiaba de posición y yo lo colocaba entre los senos o entre las dos nalgas de la mujer que, extasiada, no paraba de contraerse y de temblar. La besé con fuerza. Mi lengua se esforzaba por llegar a la suya que, por chuparme, se distraía del figurín de silicón. La fantasía nos llevaba por el escenario de una comedia pornográfica  en la que el dildo interpretaba a varios personajes sátiros que, uno a uno, celebraban con restregones la belleza de la esposa triunfante.

Cuando el momento fue oportuno para hacerme terminar, Mariana puso el pene junto al mío y los mamó. Primero uno, luego el otro, luego los dos y luego repetir hasta extraer toda la vitalidad que quedaba en esa noche.

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