Henry y June, de Anaïs Nin

Fragmento:

Henry y June, fragmento

"Empujo una puerta de vaivén. Debía entrar yo primero a negociar el precio, pero cuando veo que no es una casa sino un bar lleno de gente y mujeres desnudas, salgo a llamar a Hugo y entramos juntos. 
Ruido. Luces cegadoras. Muchas mujeres nos rodean, nos llaman, tratan de atraer nuestra atención. La patronne nos conduce a una mesa. Las mujeres siguen gritando y apuntándonos. Hemos de elegir. 

Hugo sonríe, perplejo. Yo les echo una ojeada. Elijo a una muy vivaracha, gorda y tosca de aspecto español y luego me aparto del grupo que grita hacia el final de la hilera para llamar a una mujer que no había hecho esfuerzo alguno para llamar mi atención, pequeña, femenina, casi tímida. Se sientan ante nosotros. 

La pequeña es dulce y sumisa. Hablamos con suma educación. Nos estudiamos las uñas. Comentan lo poco usual de mi esmalte nacarado. Le digo a Hugo que mire con cuidado si he elegido bien. Lo hace y dice que no lo podía haber hecho mejor. Miramos cómo bailan las mujeres. Yo sólo veo de forma fragmentaria, intensamente. Algunos lugares se hallan totalmente en blanco para mí. Veo grandes caderas y nalgas, así como pechos caídos, multitud de cuerpos, todos a un tiempo. Pensábamos que habría un hombre en el espectáculo. 

–No –dijo la patronne–, pero las dos chicas les divertirán. Tendrán ocasión de verlo todo. –En tal caso no sería la noche de Hugo, pero lo acepta todo. Tratamos el precio. Las mujeres sonríen. Suponen que tienen que hacerme los honores porque les he pedido posturas lesbianas. 

Para mí todo resulta extraño y para ellas conocido. Sólo me siento cómoda porque son personas que necesitan cosas, por quien uno puede hacer cosas. Les ofrezco todos los cigarrillos. Ojalá tuviera un centenar de paquetes. Ojalá tuviera mucho dinero. Subimos al piso de arriba. Me gusta mirar el andar de las mujeres desnudas. 

La habitación se halla iluminada, y la cama es baja y amplia. Las mujeres se sienten contentas y se lavan a sí mismas. El gusto de las cosas debe de perderse con tanto automatismo. Observamos cómo la mujer robusta se ata un pene, una cosa rosada, una caricatura. Y adoptan posturas, sin inmutarse, profesionalmente. Amor árabe, español, parisino, amor cuando no se dispone de dinero para pagar la habitación de un hotel, amor en un taxi, amor cuando uno de los participantes está adormecido... 

Hugo y yo las contemplamos y nos reímos de sus ocurrencias. No aprendemos nada nuevo. Todo resulta irreal, hasta que les pido que hagan posturas lesbianas. 

A la pequeña le encanta, lo prefiere al contacto heterosexual. La corpulenta me revela un secreto lugar del cuerpo de la mujer, una fuente de nuevo placer, que en alguna ocasión había sentido pero nunca de forma definida, el puntito de la abertura de los labios de la mujer, justo lo que el hombre pasa por alto. Allí la más grandota trabaja con la lengua. La pequeña cierra los ojos, gime y tiembla de éxtasis. Hugo y yo nos inclinamos sobre ellas, atraídos por el momento de goce de la pequeña, que ofrece a nuestros ojos su cuerpo conquistado y estremecido. Hugo está agitado. Ya no soy más mujer; soy hombre. Alcanzo el centro del ser de June. Me doy cuenta de lo que Henry siente y le digo: –¿Quieres a la mujer? Pues tómala. Te juro que no me importa, cariño. 

–En este momento no podría hacerlo con nadie –responde. 

La pequeña yace inmóvil. En seguida se levantan haciendo bromas y pasa el momento. ¿Quiero...? Me desabrochan la chaqueta; digo que no, no quiero nada. 

Imposible tocarlas. Nada más que un minuto de belleza, la pequeña jadeante, acariciando con las manos la cabeza de la otra. 

Ese momento despertó en mi sangre otro deseo. De haber estado un poco más loca... Pero la habitación era demasiado sucia para nosotros. Salimos. Turbados. Alegres. Exaltados. 

Fuimos a bailar al «Bal Négre». Un temor se había esfumado. Henry se había liberado. Habíamos comprendido los sentimientos del otro. Juntos. Cogidos del brazo. Una generosidad mutua. 

Yo no estaba celosa de la mujer que Hugo había deseado. Pero Hugo pensó: «¿Y si hubiera habido un hombre?» No lo sabemos aún. Lo único que sabemos es que la noche transcurrió satisfactoriamente. Pude brindarle a Hugo una parte de la alegría que me embargaba. 

Y al llegar a casa, adoró mi cuerpo porque era más hermoso que lo que había visto y nos hundimos juntos en la sensualidad y nos dimos cuenta de una cosa. Estamos dando muerte a nuestros fantasmas."

Anaïs Nin

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